sábado, 16 de mayo de 2009

La UIB como páramo

Hace dos meses la Confederación de Empresarios de Andalucía celebró unas jornadas (“Respuestas ante la crisis”) en las que expusieron sus puntos de vista Paul Krugman, José María Aznar y Felipe González: un premio Nobel y dos expresidentes del Gobierno. Hubo otros ponentes, entre ellos Francisco Sosa Wagner. Si la lectura de su biografía de académico -catedrático de Derecho Administrativo-, ensayista, escritor -ha ganado varios premios literarios- y político –secretario general técnico del Ministerio de Administraciones Públicas de 1982 a 1987- no fuera suficiente, el dato de su presencia como conferenciante junto a personalidades tan destacadas como Krugman, Aznar y González bastaría para convencer al menos partidario del interés de escucharle y de poder hablar con él.
Pues bien, la pasada semana Francisco Sosa acudió a la UIB para dar una conferencia sobre “El estado autonómico: balance y perspectivas” invitado por la Facultad de Derecho y la conferencia se convirtió en una actividad semiclandestina, escasamente anunciada tanto a la comunidad universitaria como a la sociedad en general, y escasamente atendida.
¿Cómo explicar que esto suceda en la institución que tiene encomendada la tarea de formar a la que debería ser la élite del país, donde deberían florecer los valores universitarios de compromiso con el conocimiento, con el debate libre, con la discusión y con la crítica? ¿Dónde se ocultan la vitalidad intelectual y el valor moral sin los que la universidad, salvo como organismo administrativo o edifico público, no puede existir?
Bien, quizás conviene, en primer lugar, rebajar las expectativas sobre el vigor intelectual y moral de los universitarios para entender con cuánta facilidad pueden optar por mimetizarse con el entorno renunciando a tener un criterio propio y cómo la docilidad se puede llegar a convertir en norma, y con esas expectativas rebajadas considerar hasta dónde hemos llegado.
En la UIB hay un modelo ideológico-sentimental dominante: ser catalanista y de izquierdas. Variadas proporciones de esos dos ingredientes configuran el “cómo hay que ser” en nuestra universidad. Es un patrón, en mi opinión, bastante superficial, pero tiene, sin embargo, una gran fuerza porque es el que la institución ha adoptado, especialmente por el lado catalanista, y porque se ve reforzado por el discurso de la identidad de casi todas las instituciones políticas y de muchos medios de comunicación –por el discurso y, naturalmente, por el presupuesto. Obviamente la fuerza del patrón se relaciona con la falta de voluntad de resistirse de los que creen que una universidad para estar realmente viva no puede estar al servicio de un modelo, sea este catalanista-de-izquierdas u otro, y esa voluntad es, evidentemente, más bien débil: mejor no discutir, no significarse, no incomodar.
Y así, en muy buena medida a través de la censura social y de la autocensura individual, se reduce efectivamente el terreno del debate, excluyendo los temas y las posiciones que se apartan del discurso dominante, o que lo ponen en cuestión o, menos aún, que pudieran llegar a ponerlo en cuestión, no sea cosa que alguien se moleste. Y ahí es donde se empieza a crear el páramo en lugar de cultivar un jardín, cuando la universidad hace precisamente lo contrario de lo que debiera: en lugar de ampliar el debate, enriquecerlo, oxigenarlo, lo cierra, lo empobrece, lo sofoca.
El conformismo de los universitarios refleja bien el conformismo y la falta de sentido crítico de una parte no despreciable de la sociedad, pero es moralmente peor que el conformismo general: ¿en qué ámbito es más fácil ser crítico, ser independiente, manifestarse libremente? ¿En qué ámbito es más necesario estar siempre abierto a las razones ajenas?
Más allá del sentido moral, el conformismo y la ausencia de debate son una tragedia de largo alcance porque nos condenan –nos condenamos- a una sociedad cerrada, aldeana y gris; a una sociedad fácil de dominar por políticos profesionales de tercera división, en la que se multipliquen el clientelismo y la corrupción; a una sociedad no apta para acomodar una economía avanzada y próspera porque será incapaz, ya lo está siendo, de analizar con rigor sus propios problemas, precondición del diseño de las mejores soluciones.
Hablemos, pues; hablemos francamente, sin miedo, aunque moleste.